Nos recuerda que todos estamos llamados a ser santos.
En palabras de nuestra "hermana mayor", la Sierva de Dios Ascensión Sánchez:
"Me urge ser santa".
El Proemio de nuestras Constituciones nos señala que son “una Escuela de Santificación en el mundo, y un programa de apostolado para consagrar a Dios ese mismo mundo. Como escuela de santidad, extraen del Evangelio, y de modo especial del Sermón del Monte, los grandes principios de espiritualidad”.
Las cruzadas “tratan de santificarse sin apenas parecerlo, y procuran ser hijas de la Iglesia para ayudarla con heroísmo callado y oculto”.
Pues este es uno de los fines de nuestro Instituto, procurarnos la perfección evangélica, a través de una consagración plena a Dios y al apostolado en medio del mundo y, según deseos de la Iglesia, para la “consecratio mundi”; al tiempo que une almas de idénticos ideales para ayudarles a vivir su vocación, consagración y actividad apostólica. (Art. 1)
“Ya desde el siglo IV las Iglesias orientales celebran todos los santos “Mártires” en una única solemnidad, o dentro del tiempo pascual (los sirios), o inmediatamente después de Pentecostés (los bizantinos). A finales del siglo VIII se empezó a celebrar la solemnidad de Todos los Santos también en las regiones celtas y entre los francos. Se celebró en Roma en el siglo IX” (Calendarium Romanun, 1969), Comentario histórico al Calendario renovado, p. 109)
Se puede afirmar que el culto a los santos coincide con los orígenes mismos del cristianismo, como en cierta medida se alude ya en diversos textos del libro del Apocalipsis (Ap 4, 2-8; 5, 1-14)
Se cita en cambio, como primer testimonio llegado hasta nosotros, la carta que la Iglesia de Esmirna escribe a todas las Iglesias, a raíz de la muerte de su obispo San Policarpo, en el año 156.
La celebración de la Eucaristía en honor de los “santos” sería una cristianización progresiva del tradicional banquete funerario pagano.
La solemnidad de Todos los Santos abarca en su recuerdo, intercesión y ejemplaridad a todos los fieles que están en el cielo, aunque no estén beatificados o canonizados.
Esta celebración evidencia un artículo de nuestra fe cristiana profesada en el “Credo”: la comunión de los santos.
El más pequeño de nuestros actos realizado en la caridad, especialmente el sufrimiento (CIC N. 1522), tiene repercusiones beneficiosas para todos, pues vivos y muertos nos comunicamos en una solidaridad vital. Se vive en un extraordinario intercambio de bienes espirituales, formando como una única persona, el único cuerpo místico o sacramental de Cristo. (CIC, nn. 1475, 2635)
Los sacramentos son como arterias misteriosas que nos mantienen unidos e incorporados o en comunicación con Cristo.
Ninguno de nosotros vive para si mismo, ni muere para si mismo, sino en una verdadera comunión de todos.
La Iglesia ejerce su magisterio maternal también al exponernos los ejemplos vivientes de los santos. (CIC, nn. 1476, 2635)
Vida santa. “Haec es! volun!as Dei, sanc!ifica!io vestra”. “Esta es la voluntad de Dios, vuestra propia santificación”. Podemos tener nosotros otra voluntad, vivir para alegramos, para darnos todas las posibles satisfacciones para dominar a los demás... Pero esta voluntad nuestra no será la de Dios que debe absorber la nuestra. Ser santos: he aquí el ideal. Que es no pecar en nada, que es buscar lo más perfecto en todo, que es adornarse de virtudes y desarraigar defectos, naturales y adquiridos.
Nos falta mucho para ser santos, ¿pero lo deseamos de veras, eficazmente, con todas las consecuencias, sin distingos ni regateos? ¿O tal vez nos contentamos como supremo ideal con ser buenos con esa bondad corriente que tan poco diferencia nuestra vida de la vida de un ateo algo decente? No; hemos de serlo como lo eran los primeros cristianos, con la santidad que radica en la pureza e inocencia acrisolada del corazón, que edifica y atrae almas a Cristo, al revés de la corriente que tantas ha apartado de él y de nosotros.
Precepto, ruego que os hago, y que deseo ser el primero en cumplir: "Non peccatis". "No pequéis". Vivid vida santa, con santidad positiva, de obras y virtudes, no de solas palabras, apariencias, o de solos deseos.